Se acostumbraba a llevar sillas e sillones a la calle, colocarlos en las veredas para, una vez sentados, aprovechar el aire fresco de la noche.
Eran veranos muy calurosos, aquellos.
Todas las familias lo hacían.
La calle se llenaba de vecinos.
Entre todos ellos interesa el diálogo de un padre y su hijo. El papá sentado, y el niño con unos ocho años de edad, de pie, a su frente.
Pasa un señor saludando con el clásico:
- ¡ Buenas noches!
Solamente el padre responde, y enseguida recomienda al hijo que nunca debía silenciar frente a un saludo. No solamente por educación, como también por interés personal.
- Supervivencia, hijo. Supervivencia…
La expresión del niño era una pregunta, y el padre, pacientemente le contó la siguiente anécdota.
- Tu tío y yo, bien jóvenes éramos, estábamos sentados en la puerta de casa una tarde de otoño. Una muchacha de ese pueblo, que era también el nuestro, era mi novia, pero digamos que por influencia de
su mamá,
era casi cierto que nunca sería mi esposa.
- ¿Papá, pero vos no te casaste com mamá?
- Hijo, aprender a escuchar es difícil, pero no imposible. Tenga paciencia, gurí…
- Dicha muchacha apareció en la esquina en su bicicleta. Mi hermano, es decir tu tío, fue quién la vió primero, y me avisó:
- A tu izquierda viene tu novia.
- Pss…¿y ahora?
- ¿Que vas a hacer?
- No sé…no sé…
- ¡Pensá rápido hermano, porque está llegando!
- Mirá, si me saluda… la acompaño.
- Al llegar, ella me mira, com timidez, pero bien a los ojos y me dice:
- Hola, ¿Cómo estás?
- Ahora que te veo, muy bien, le contesté, ¿y vos?
- Somos dos los que estamos mejor entonces.
- ¿Y que hiciste papá, fuiste con ella?
- Sí, m’hijo. Me subí a la bicicleta e me fui con ella.
De manos dadas...
- Y ese es el final de la historia, hijo.
- Pero papá, ¿que tiene que ver la supervivencia con esa historia?
- Bien hijo, es que si esos saludos no hubieran existido, vos no habrías nacido.