Era el final de la década de los años noventa. Mi
familia había sido invitada a la boda de un vecino. Ese día salimos todos,
papá, mamá, mi hermana y yo a comprar un regalo para la pareja. Había una lista
de regalos en una tienda, que estaba en una de las calles más famosas y
conocidas de la ciudad donde vivimos,
Porto Alegre.
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Cuando llegamos a la tienda, nos recibió una
amigable vendedora,
de unos cuarenta años, que nos guio a en la lectura de la
lista de regalos.
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Pasamos algún tiempo mirando alrededor de la tienda, tratando de elegir entre tantos, solo un regalo, dentro de lo que podría pagarse en ese momento, por supuesto.
Mientras tanto, mi padre, que no tiene mucha paciencia para este tipo de aventuras, deambulaba por la tienda. En un momento, me detuve a mirar y ya no pude encontrarlo. Fui tras él y, he aquí, lo encontré cerca de la caja, en un mostrador, apoyado allí, comiendo algo. Cuando le pregunté qué estaba comiendo, me mostró rapaduras, o sea azúcares morenos, pequeños y muchos de ellos, que estaban sueltos y de libre disposición para los clientes, dentro de un pequeño frasco de vidrio, solo bastaba servirse.
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Creo
que también probé esos azúcares morenos.
Sé que mi padre no come poco,
especialmente cuando se trata de rapadura.
Es adicto a ella.
Lo
vi llenarse la boca de varios pedazos,
Apenas podía masticar.
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Fue en ese preciso momento que escuché a mi
madre llamarnos a todos, estaba con el vendedor, finalmente había elegido un
regalo. Todos nos acercamos y ella le preguntó a mi padre sobre su honesta
opinión sobre el objeto elegido, ya que él también iba a pagar. Tan pronto como
mi padre abrió la boca para hablar, inmediatamente saltó rapadura por todas
partes.
¡Y en este viaje espectacular, saltó
directamente hacia la boca abierta de la
vendedora!
Ella, rápidamente trató de disimular lo
sucedido,
pero la tragedia ya estaba anunciada.
(Imagínese si fuera hoy con
tantos virus por ahí ... je je je)
Todos nos miramos, e intentamos contener la
risa.
La
vendedora estaba completamente avergonzada y mi padre se reía y de su boca
salían restos de rapadura. Se disculpó y todo estuvo bien, para él, que seguía
comiendo lo que le quedaba en la boca, no tan bien para la vendedora, pobrecita.
¡Qué escena! Recuerdo que papá regresó a buscar más rapadura. Al final,
compramos el regalo y salimos rápidamente de la tienda, como si nada hubiera
pasado.
Ese día aprendí que la vergüenza es algo
pasajero y está en la mente de las personas, porque si hacemos algo tan
honesto, verdadero y común, como comer algo que se ofrece gratis, no hay por
qué avergonzarse. Pero años después, todavía recordamos con muchas risas ese
día, hacemos efectos de sonido del viaje de rapadura de una boca a la otra, y
como ese día fue simplemente hablar con la boca llena lo que provocó el
alboroto.